Querido pesimista rehabilitado:
Los vientos
soplan fríos aquí, en pleno centro de la piel del toro, aunque las nubes nos
están dando un respiro y el sol invernal calienta los huesos aunque sea por
unas pocas horas al día. Es como cuando tiras un cubito de hielo al fuego, que
no sabes si es el cubo el que se calienta o el fuego el que se enfría. No sé si
me explico.
La vida
cambia. Aquí, allá, por todas partes. Todas las cosas cambian. Últimamente me
he sentido ciertamente mal con respecto a este punto, y es que es bien fácil
aceptar esto cuando no estás del todo satisfecho con ciertos aspectos de la
existencia propia, pero no se ve con los mismos ojos cuando lo que amenaza con
cambiar es algo que no puedes permitirte el lujo de perder. Supongo que por eso
ya no soy el mismo, aunque esté más cerca. Me temo que he sucumbido a la
maldición de los soñadores, que es, de hecho, soñar más que vivir realmente. Al
menos he estado haciendo esto durante un buen rato. Y ahora, no sé, tengo los
pies como entumecidos por haber perdido el contacto con el suelo tanto tiempo.
No diré que me haya recuperado del todo; dejémoslo en que me encuentro convaleciente
con expectativas de lo más optimistas.
En cuanto a la
lectura, te recomiendo lo que a todo el mundo: Che, no te pre-ocupes. Cada cual
late a su ritmo y debe escuchar esos latidos y saltar al unísono. Hay, por lo
menos, más de mil libros por ahí fuera; y pasa de vez en cuando que uno, como
puedes ser tú o yo o aquel que se hurga la nariz cuando piensa que nadie le ve,
encuentra un libro que le hace tilín en la quijotera (puede ser tilín o
cualquier otra onomatopeya, según qué cabeza). A mí, por ejemplo, me pasó con
unos cuantos, como pueden ser El poema de
los lunáticos de Cavazzoni o Cosmos
de Gombrowicz, por decir un par de títulos. El caso es ponerse a buscar y
disfrutar de lo que se lee. No ofuscarse. Si un libro te aburre como sólo
Proust sabe aburrir, a la mierda. Tira ese libro a la basura o regálaselo a
alguien que te caiga mal y a otra cosa, mariposa. Mismamente, tuve la suerte de
leer el otro día, en algún punto de la línea 5 (la verde), un fragmento de
Cortázar que dice así: “Siempre seré como un niño para tantas cosas, pero uno
de esos niños que desde el comienzo llevan consigo al adulto, de manera que
cuando el monstruito llega verdaderamente a adulto ocurre que a su vez éste
lleva consigo al niño, y nel mezzo del
camin se da una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos
aperturas al mundo. Esto puede entenderse metafóricamente pero apunta en todo
caso a un temperamento que no ha renunciado a la visión pueril como precio de
la visión adulta, y esa yuxtaposición que hace al poeta y quizá al criminal, y también
al cronopio y al humorista se manifiesta en el sentimiento de no estar del todo
en cualquiera de las estructuras, de las telas que arma la vida y en las que
somos a la vez araña y mosca”. Y es así, más o menos, como me siento ahorita.
Y ése,
precisamente, es el tema que te planteo. ¿Cuándo dejamos de ser niños y nos
convertimos en adultos? ¿Qué parte del niño es la que permanece y cuál se
desvanece con el eterno eterno tic-tac que todo
lo cura pero te acaba matando? Y de paso, ya que somos un
bicho-homo-que-piensa-que-sapiens, y que como tal tendemos a buscar patrones en
todo y a todo ponerle una cifra por título… ¿Qué porcentaje de niño-adulto
sería el ideal para alcanzar un estatus rollo Übermensch a lo Nietzsche? No sé,
tú pides preguntas y yo pregunto. Pero tampoco nos volvamos locos. Otra vez.
En fin, diré
que por aquí la cosa va. Bien a veces. Mal otras. Supongo que como todo. Y es
que, como ya dije antes, todo cambia; y lo que ahora va bien, mañana irá mal, y
lo que ayer era bazofia, pues mira, hoy me parece que pinta cuando menos
regulín. Lo que se dice siempre: Ni fu ni fa,
pero el sol siempre está cerca si la retícula por la que te mides es tu propio don. Y entonces suena la música y nos ponemos a bailar.
28 de enero de 2015,
Madrid
PD: La foto es un amanecer típico de invierno un martes
cualquiera sobre el Manzanares desde el puente de Perrault (ese con forma de
tubo moderno). No se aprecia realmente la boina de polución que gastamos por
aquí, pero al menos ese pato que dibuja una v en el agua nos recuerda un poco
que, en algún sitio, aún queda naturaleza que respira.
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