Tengo una bicicleta con una rueda rota en la esquina de mi
pieza, junto al perchero y el armario. Es un armatoste naranja caramelo con las
llantas de mostaza y se anuncia como la Calabaza de Orión, todo un escándalo.
Desde luego no es de mi talla, se ve como un juguete. Y si
no fuera por la rueda y mi avería ahora mismo estaría pedaleando y no andando
pedo y en calcetines, che, dónde hemos llegado.
La razón por la que te escribo esto es porque me he fijado
en que me gusta que esté así, rota y bien rota. Y pensé que era importante que
lo supieras.
Creo que la Calabaza de Orión tiene, al menos, tres marchas.
Pero ya sabes que yo de eso no sé apenas y cojo el piñón de en medio y con las
mismas subo o bajo a donde sea. Son cosas nuestras, no nos importa mucho.
De todas formas no sé si llegaré a llevarla al taller,
porque antes tengo que comprar un acuario nuevo y mayor para la tortuga y
también trasplantar esa rama que encontré, todo crece y, sabiéndome, va para
rato.
Pero me paro a pensar y, espera, volvemos a la vieja ruda y
pendeja rueda que encima está rota y que se ríe bajo el polvo del neumático
dislocado. La veo por el rabillo y se me eriza la nuca y me molesta su sonrisa
torcida y sus radios oxidados. Me asquea ese gesto encorvado con las pastillas
de freno fruncidas y ese mirar de manillar por encima de la horquilla. ¡Vaya un
velocípedo!
¿Cómo iba yo a cabalgar semejante rocín, tal artefacto?
¿Acaso no se ha convertido ya en un mero cartabón con sendos círculos en el
bodegón que es mi pieza? ¿Y en qué me quedo yo, entonces, tornado simple pincel
con cerdas por cabello y un herrete en el pescuezo?
¿Cómo iba a cabalgar siquiera, con este cuerpo que es de
palo, tronco muerto, barnizado? ¿Cómo…?
¡Cómo!
Como comprenderás, todo este asunto quizá me desquició. La
rueda rota y ese rollo. La Calabaza en mi pieza, bajo la ventana, en pleno
Ochobre. En fin. Todo benne. Cebá el mate.
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